domingo, 15 de mayo de 2011

Alejandra no era un nombre

 Alejandra me mira desde el final del pasillo irregularmente iluminado. Se esconde rápidamente en el salón y escucho como se arroja sobre el sofá. Ha sobrevivido al paso de las horas contando los días que nos quedan para marcharnos a aquel lugar al que nunca se llega pero del que tendremos que volver. Coge el mando de la tele aunque de sobra sabe que yo estoy al llegar y no me gusta verla tumbada, iluminada por una luz temblorosa que nunca alcanzará a ver como yo lo hago.

 Y así es, entro en escena sin la necesidad de aparecer porque ella conoce el orden de los hechos. Me echo sobre el otro sofá y la observo, no está radiante pero me empeño en mirarla hasta borrar el austero fondo, las estanterías repletas de libros que si leí no lo recuerdo. Ella se da cuenta, quizá no en este momento sino el primer día que me dediqué a esta actividad que tan inconscientemente realizo ahora, y apaga la tele. Me sonríe porque entonces yo me atreveré (el peso de la rutina) a levantarme sin brusquedad y tumbarme junto a ella. No siempre me coge la mano pero esta vez lo hace, no es que quiera decir nada pero a mí me acaba de generar la confianza suficiente para preguntarle qué tal le ha ido el día. Después me dirán y lo veré claramente que sólo esperaba que ella me preguntase lo mismo, a sabiendas de que sería por mera cortesía. Lo cortés no quita lo valiente y cuando bajamos las persianas dejamos de ser valientes, siquiera cobardes.

 Es el momento, Alejandra. Le digo despacio, paladeando cada una de sus cuatro sílabas. Un nombre largo es en parte un sacrificio que estoy dispuesto a asumir. Le muestro mi punto de vista, que no es mío, es el opuesto al suyo y me olvido de mi manía de rebatir cualquier tipo de argumento independientemente de mi opinión para creerme que todo aquello que no recuerdo era cierto y lo era para mí. Ella me quería y por eso me escuchaba, no lo hacía con la impaciencia del que espera cualquier pequeño inciso, un mili segundo diría Alejandra, para conducir la conversación al punto muerto donde llega el sexo. Le podía interesar lo que le contaba. Pronto me cansé de mí y preferí que me contase ella. Lo hace como más nos gusta a los dos, con las manos vacías y los labios desgastando las palabras sobre su cuello hasta que el lenguaje se nos junta en los fonemas y no sabemos qué decir pero hacemos lo que queremos.

 Rezumas satisfacción y cansancio a partes desiguales sobre el sofá y yo respeto tu momento con una cierta distancia después de haber estado tan cerca. Cuando caes en la cuenta de que es tarde para aguantarme o pronto para dormir te enfundas las bragas con la prisa del que no quiere llegar, quiere salir. Yo ahora no puedo hacer nada, de nuevo el muro que levanté día a día sobre mi ventana me impide hacerme a la idea de lo que pasa por tu mente. Te gusta que no te diga nada, nunca me lo reprochas ni me incitas a que te insista. Tampoco me atrevo a contarte que cuando te marchas me giro hasta reemplazar tu olorosa posición y me quedo así hasta que me llamas para decirme que ya estás en casa y que te lo has pasado muy bien.

 Esta vez no fue así, por eso es que lo cuento. Me quedé sobre su aroma dormido, esperando con desgana una llamada tranquilizadora, aunque creo que sería a ella a quien tranquilizaría pues al decirme que ya está allí se sabe sola, responsable de un silencio que acompasa sus renglones antes de dormir y de un desorden que le daría vergüenza desvelar. Esta vez no fue así te digo, al despertar la intenté localizar sin éxito. Esto se lo agradecí pues no sabría bien qué decirla, no estuve preocupado por su pequeño despiste de no llamarme ni pretendía en aquel momento proponerle revivir los momentos íntimos que compartimos el día anterior bajo un sofá que hoy huele menos, huele peor.

 Me levanto para notar un discreto dolor en las lumbares -por la postura diría mi madre- y también un ritmo rápido en el riego de mi sangre al cerebro que me hace mentar interiormente la copita de vino blanco de más que engullí para perder una vergüenza que mi orgullo ya se había encargado de eliminar. Observo una nota en la nevera, es amarilla:

 "Me cansé de todas tus palabras. Seguir contigo era no saber dónde iba a dormir cada noche, si iba a acabar cansada o contenta, viva o triste, muerta o alegre. La incertidumbre me mató. No me llames porque nunca dejarás de hacerlo. Tú y tu puta literatura"

 Y era ella quien firmaba, aunque eso ya lo supones, era Alejandra.

1 comentario:

  1. "Ante la lúgubre manía de vivir
    esta recóndita humorada de vivir
    te arrastra Alejandra no lo niegues"

    Yo me atrevo a corregirte el título,
    con un par, y te digo:
    Alejandra era más que un nombre.

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